Bola 8
Todas las clases desde hace más de un año, llego como un niño asustado a pesar de todos mis años en docencia. Y el chico debe percibir el nerviosismo. De qué dice mi mujer, si sabes más matemáticas que las que sabrá ese mocoso en toda su vida. Pero lo que ninguno de los dos entiende es que cada clase pienso en mi madre y como esto no era lo que quería para mí. Clases particulares. Todas las clases desde hace más de un año, esa maldita bola ocho sobre su escritorio como un presagio, como un punto aparte tridimensional. Desde el día que me vio ojeándola con curiosidad, el chico me invita reiteradamente a usarla (No es una bola ocho de verdad es un modelo desproporcionado que da respuestas) ¡Y yo bregando porque se concentre y aprenda a factorizar! Es que, ¿Cómo explicarle que detrás de mis constantes negativas está el escepticismo de mi madre, esta la forma en que fui criado, esta ¡ah! un asco por la suerte? Por Dios no tiene quince años y me voy a poner a filosofar con él, a discutir la belleza del indeterminismo, a explicarle la dignidad de forjarse su propio camino sin barajas ni veladoras; para qué, para que me lance una de sus semisonrisas heróicas (que no tienen mala intención, lo sé) sólo porque su padre se empaca millones con levantar un dedo. Esta tarde estoy al colmo de mi nerviosismo y la bola parece saberlo, sentada ahí sobre la mesa como una funesta araña desmembrada, para cuya red me creía inmune. Pero sin el trabajo en el instituto, viviendo de dos clases privadas, con las nuevas deudas y la enfermedad, ya no estoy tan seguro. El chico está terminando sus medias nueves (ya tiene toda la vida arreglada) lo que me da tiempo de tomar la bola - Con una inesperada torpeza como un ebrio que apenas toma conciencia de su estado - de zarandearla cansadamente, de preguntar: ¿Saldré de esta? No volteo la bola todavía y me sorprende sentir el despertar de una esperanza portátil en mí, hasta apuesto que me brillan los ojos. Sin importar la respuesta ya perdí algo. Nada volverá a ser como antes.