Uno de los grandes legados psicológicos del siglo pasado es comprender que "el mapa no es el territorio" es decir, que independientemente de que exista una realidad objetiva y de la forma que esta tenga, todo lo que yo conozco es una representación personal de dicha realidad, fuertemente modulada por mi individualidad y por mi historia personal. Esto implica que mi mapa personal será inevitablemente diferente a los de las personas que me rodean. Antes que ser una limitación, esto es una gran liberación comunicativa. Porque entonces, yo que no sé la verdad (o por lo menos no toda la verdad) ni tengo que saberla, no estoy restringido, ni moral ni operativamente, por la busqueda de la verdad.
Ahora bien, digamos que todos los días voy a tomarme un café a un sitio, en el que me atiende una persona de las que llamamos con problemas mentales. Y su afección particular, que no entiendo en absoluto, hace que para pedirle un tinto haya que decirle "chile con carne". En este contexto comunicativo muy particular pero también muy alejado del ideal del lenguaje, yo sería muy bestia en escoger preservar la idea que tengo de lenguaje como reflejo, como expresión de mi estructura de pensamiento y seguir pidiéndole infructuosamente un tinto, en cambio de simplemente decir "chile con carne" y salirme con la mía. Este principio se conoce también como "El significado de mi comunicación es la respuesta que obtengo".
Por supuesto este es un ejemplo absurdo o por lo menos extremo, pero tantas veces nos comportamos en la realidad como si vivieramos en un contexto comunicacional ideal, como si los demás debieran tener el mismo mapa mental del mundo que yo, y peor aún, como si tuvieramos un compromiso moral, inalienable de expresar con veracidad nuestro yo, nuestros principios y pensamientos que juramos son tan elevados; Aún si eso nos aleja de tener lo que queremos. Si llega nuestro jefe a cenar con un vestido horrible o un mal peluquín, nuestros principios e ideales, ese poderoso enemigo interior, puede llevarnos inclusive a decirselo de frente. Queremos demostrar que tenemos la verdad y finalmente eso será lo único que nos quede.
No siempre es facil porque el ser humano es un animal de principios, pero yo por lo menos escojo tener lo que quiero a tener la razón.
Alguien dirá que un problema de este argumento es que es una apología a la mentira. Por supuesto. No hay nada más dulce que una dulce mentira. Siempre y cuando no nos la digamos a nosotros mismos, que es lo más frecuente.
Por supuesto este es un ejemplo absurdo o por lo menos extremo, pero tantas veces nos comportamos en la realidad como si vivieramos en un contexto comunicacional ideal, como si los demás debieran tener el mismo mapa mental del mundo que yo, y peor aún, como si tuvieramos un compromiso moral, inalienable de expresar con veracidad nuestro yo, nuestros principios y pensamientos que juramos son tan elevados; Aún si eso nos aleja de tener lo que queremos. Si llega nuestro jefe a cenar con un vestido horrible o un mal peluquín, nuestros principios e ideales, ese poderoso enemigo interior, puede llevarnos inclusive a decirselo de frente. Queremos demostrar que tenemos la verdad y finalmente eso será lo único que nos quede.
No siempre es facil porque el ser humano es un animal de principios, pero yo por lo menos escojo tener lo que quiero a tener la razón.
Alguien dirá que un problema de este argumento es que es una apología a la mentira. Por supuesto. No hay nada más dulce que una dulce mentira. Siempre y cuando no nos la digamos a nosotros mismos, que es lo más frecuente.